Estamos hartos del coronavirus y, sin embargo –casi con deleite masoquista- no paramos de buscar noticias sobre el tema, discutirlas, especular, hacer chistes, comentarios, etc. de manera que el covid-19 se ha convertido en nuestro compañero diario e inseparable.

No estaremos contagiados físicamente, pero virtualmente ha contaminado cada acto de nuestras vidas. En esta columna no hemos estado ajenos a esa intoxicación y durante los últimos 3 meses todos nuestros temas han girado en torno al CV-19 y su vinculación con el trabajo. Propongo liberarnos de la peste virtual que nos azota y aprovechar la holganza de la cuarentena con cosas más entretenidas. En este caso vamos a contar cómo la historia de los inicios de la gastronomía y las cuestiones laborales tuvieron puntos de contacto.

 

Los gremios y la gastronomía

 

Los gremios medievales no se parecen demasiado a los actuales (eran más parecidos a cámaras patronales). Toda la economía estaba encorsetada por el cerrado accionar de estas corporaciones. Unos años antes de la revolución francesa (que estamos conmemorando en estos días) se produjo otra revolución: la gastronómica. París en aquel entonces estaba lleno de negocios de bebidas y comida organizados por un decreto monárquico en 25 diferentes gremios: los “traiteurs”. Dependiendo a qué corporación se perteneciese se podían vender sólo algunos productos y nada más. El que tenía derecho de vender bebidas no podía vender comida y viceversa. Los que no estaban agremiados podían vender sólo caldo. Hasta entonces la comida era servida en mesas compartidas, en horarios establecidos y con una sola comida principal que se repetía casi todos los días. La clientela era del mismo vecindario y no eran bien vistos los “forasteros”.

 

A mediados del S XVI, Mathurin Roze de Chantoiseau tuvo una idea genial: poner mesas individuales, con mantelería y vajilla adecuada, permitiendo elegir variadas comidas del “menú”. Pero el concepto de restaurante como tal fue utilizado por primera vez en 1765, por un mesonero, Dossier Boulanger, en cuyo establecimiento se servían “sopas reconstituyentes”. En un cartel, al entrar, se podía leer en latín: Venite ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos, que significa: “Venid a mí, hombre de estómago cansado, y yo os restauraré”.  El local se puso de moda, y empezaron a llamar a estos lugares “restaurantes”, lugar donde iban a ser “restaurados”. Boulnager, entre los caldos restauradores, decidió cocinar patas de oveja servidas con una salsa de vino blanco. Los traiteurs, indignados, dado que este plato era claramente un ragú, le llevaron a juicio. Monsieur Boulanger ganó el juicio, lo que sentó jurisprudencia y permitió la generalización de los restaurantes.

 

 Luego de la revolución de 1789, los restaurantes se convirtieron en un gran éxito al incorporarse un ejército de maravillosos cocineros desempleados, provenientes de las fastuosas cocinas de la nobleza (que por entonces había perdido la cabeza, guillotina mediante). Nacía la gastronomía como arte y valor cultural. Así lo destacaría nuestro colega (abogado y cocinero) Jean Anthelme Brillat-Savarin, hombre docto de cuya pasión y sabiduría nació el libro “Fisiología del gusto”, el primer tratado gastronómico sobre la cocina escrito desde un punto de vista filosófico. Para Brillat-Savarin, los cuatro requisitos de un buen restaurante son: un ambiente distinguido, un servicio amable y, obviamente, una cocina privilegiada y una bodega sobresaliente.

 

Producción en cadena

Curiosamente se le atribuye al norteamericano Frederick W. Taylor ser el creador de distribución del trabajo en cadena (taylorismo). Sin embargo, fue Auguste Escoffier, (el chef que inventa la cocina de gran hotel) quien concibe la “brigada” en la que (como en el taylorismo) cada obrero ejecuta una tarea que poco tiene que ver con el resultado final. Escoffier plasma esta idea en la Guía Culinaria, su libro fundamental, que se publica en 1903, mientras que el libro de Taylor (Principles of Scientific Management), es de 1911.