El pasillo crema y apretado te obligaba a circular de costado. Pequeños descansos sirven para cruzarte con alguien que viene en sentido contrario. Toda luz es artificial, blanca, sin sombras. Los pasos retumbas sin eco. 

 

De una pared se suceden los relojitos con agujas, gabinetes con puertas de picaportes bajo relieve. Un paquete de cañerías nos acompaña en el recorrido en fila india que íbamos haciendo con mi familia. El techo era una telaraña de tubos de distinto diámetro, con llaves doradas, rojas y plateadas.

 

La sensación me hizo pensar en ese mito urbano de que los soviéticos elegían a los soldados más pequeños para que entraran en los tanques T-34 de la Segunda Guerra Mundial. Aquí adentro en este A.R.A. San Juan, un marinero de 1,90 m como yo hubiera sufrido su vocación submarinista y se hubiera tropezado con cada colega.

 

Las piezas con cuchetas respetaban el otro lado del pasillo, con puertas que se abrían hacia adentro y del tamaño de alguien flaco. No había olores.

 

Llegamos así a un ambiente amplio, es un decir, donde las sillas estaban puestas alrededor de la mesa, pero al revés, dando la espalda al lugar de la mesa central. A la mesa no la recuerdo. Las paredes repletas de pantallas, manillas, botones, clavijas, sensores. Salvo algunos más modernos, todos eran de la vieja usanza. Fondos negros o blancos, agujas rojas y negras, letras o números pintadas alrededor de una línea y que cambiaban de color al rojo. Rojo alarma. Rojo peligro.

 

Las explicaciones que nos daban eran tan amplias como los espacios. La precisión se hace cultura, se hace costumbre y al final obsesión.

 

Fuimos y volvimos para poder salir por donde entramos. 

 

Dentro de un submarino hay dos libertades de movimiento. Un plano de lo horizontal que involucra la vida cotidiana y otro vertical, el de la excepcionalidad, el de entrar y salir. Un tubo con una escalera, imagen de la protección, o el rescate. La luz y el aire natural pasan por allí. Una vez cerrada la escotilla, todo es fabricado, recuperado, reutilizado.

 

La pérdida del ARA San Juan, el 15 de noviembre de 2017, me trajo el recuerdo de esa visita que había hecho con mi familia al submarino, en Mar del Plata, en 1991. Por un tiempo me llenó de angustia imaginar a los 44 tripulantes mirando ansiosos esa tubería que los enviaría a la luz. No podemos ni imaginarnos la esperanza. El terror.

 

Cuando, hoy hace 3 años, fue anunciado el encuentro del ARA San Juan y nos enteramos que ya se sabía desde hacía tiempo el lugar, el estado, el derrotero y el final, surgió en mi un desprecio absoluto hacia aquellos que traicionaron a estos guerreros.

 

¡Agrupación ARA San Juan! ¡SALUD!