Al cumplirse un nuevo aniversario de la dictadura militar que enlutó a nuestro país a partir del año 1976, cabe recordar que no solo fueron suprimidas o desaparecidas vidas humanas, sino que también, con especial ensañamiento, fueron mutiladas numerosas normas laborales.

 

La legislación laboral es considerada como uno de los baluartes de los derechos humanos y su cercenamiento implica también el ataque a la propia vida y dignidad de los trabajadores. Uno de los primeros actos del gobierno militar fue el de suspender la vigencia de los derechos laborales y gremiales, especialmente el universalmente reconocido derecho de huelga. Inclusive, tiempo después, la huelga fue tipificada como delito penal. Se dejó sin efecto la negociación colectiva y se les prohibió a los empleadores otorgar aumentos de sueldo.

Los sindicatos y las obras sociales fueron intervenidos, en muchos casos por suboficiales de las tres fuerzas. En julio de 1977 se produjo “la noche de las corbatas”, durante la cual fueron secuestradas por personal del Ejército Argentino once personas (abogados laboralistas y sus familiares). Entre ellos estaba el talentoso jurista redactor de la Ley de Contrato de Trabajo, Norberto Enrique Centeno, que murió asesinado por el coronel Pedro Barda (del Grupo Artillería Antiárea 601). Se calcula que el 66% de los desaparecidos durante la dictadura eran activistas sindicales.

Los bastiones de nuestra legislación laboral se apoyan, en lo individual, en la Ley de Contrato de Trabajo (LCT) y, en lo colectivo, en la Ley Sindical (LS). Ambas padecieron tremendas amputaciones: la primera sufrió supresiones en 126 de sus 280 artículos (27 artículos derogados y 99 modificados; todos en perjuicio del trabajador). La Ley Sindical fue derogada y sustituida por un nuevo régimen que intentó debilitar al movimiento obrero. Si bien es cierto que la LS anterior presentaba ciertos excesos (por ejemplo: un fuero penal especial para los dirigentes sindicales), la nueva ley intentó socavar los fundamentos mismos de los derechos gremiales. Inclusive se resolvió, de un plumazo, vaciar de afiliados a todas las entidades gremiales que debieron hacer una campaña para recuperarlos. Lo notable es que la reafiliación fue tan exitosa que los sindicatos superaron largamente el número de afiliados que tenían antes de establecerse la dictadura. Para la misma época se dictó el Régimen Nacional de Trabajo Agrario (abril de 1980) que con absoluta mezquindad retaceaba derecho a los trabajadores agrarios, inclusive consagrando la anacrónica jornada “de sol a sol”. La Ley de Contrato de Trabajo también tenía unas pocas normas que podían considerarse excesivas. Por ejemplo, algunas referidas a la protección de la mujer. En este caso la derogación de esos derechos benefició a las mujeres ya que muchas empresas habían resuelto contratar solamente varones. Sin embargo, se suprimieron muchas normas que eran útiles para las mejores relaciones laborales y otras que arrojaban claridad sobre su interpretación y aplicación.

 Uno de los principios básicos del derecho del trabajo es el de irrenunciabilidad, y, precisamente el artículo que la garantizaba, quedó suprimido. Los autores de esa atrocidad legislativa permanecen en el anonimato, en sintonía con la mayoría de los autores de los crímenes de lesa humanidad. Durante el período democrático muy pocas normas de protección laboral fueron restablecidas, por el contrario, hubo fases de claro retroceso como ocurrió durante el gobierno de Carlos Menem. Nuestra legislación laboral se ha convertido en una especie de Frankestein, con implantes extraños y parches exóticos. Semejante incoherencia en muchos casos no solo perjudica a los trabajadores sino también a los propios empresarios, especialmente a las pymes.

Por ello puede hablarse de una deuda de la democracia con el derecho del trabajo recién cuando ella esté saldada podremos decir “nunca más”.