El murmullo se transforma en griterío. El tono grueso de gargantas masculinas muta en agudos de mujeres que reclaman algo, que gritan un dolor, un pedido de ayuda contra la violencia. Todo se confunde para el oído.

La masa se mueve sin desplazarse, como un vaso conteniendo agua clara y aceite oscuro, agitado ligeramente por una mano espantosamente gigante, los colores se entremezclan sin romperse. Duros, escudados, con yelmos plásticos, bastones negros y de color azul militar unos. Otras blanquecinas, pequeños puntos de peinados que se comienzan a desparramar, manos pequeñas que ayudan a la de al lado, o tal vez solo se ayudan a si mismas a no perder el equilibrio. Manos hechas para otra cosa más cercana al amor.

 

Débiles carteles de papel que piden por salarios, chocan sin ruido contra los firmes plásticos transparentes, de una sola inscripción al frente: “POLICIA”. Cartel contra cartel. Idea contra idea. Defensa contra defensa. Dos mundos de un mismo mundo se encontraron frente a una puerta. La puerta del poder. Puerta que deja adentro los que pueden y afuera los que no pueden. Poder y no poder reclamando poder.

 

En el medio de esa masa que se deforma sin moverse, donde la voluntad compensa la fuerza bruta, en la puja por no perder espacio. En medio del color azulado sube una figura de película. Sube empujada por un cuerpo azul, con casco, con protectores. Sube y lanza una llamarada espantosa y tras ella, inmediatamente, nos llega a todos el estrépito, el rugido mortal, el tronar maligno del disparo.

 

Tras él, de inmediato, el griterío se transformó en murmullo. Fue un instante, un lapso mínimo, tal vez fue el tiempo necesario para que los cuerpos blanquecinos de manos pequeñas inhalaran, tomaran aire y se lanzaran en un grito feroz hacia adelante. Volvió la masa deformante a tomar vida, a contorsionarse. Los escudos a repeler los carteles. Los cuerpos a apoyarse unos con otros hasta equilibrar con voluntad, los magullones de los bastonazos que nunca cesaron.

 

De un lado de esa línea ficticia, flexible, movediza, retorcible, una masa azulada dice satisfecha hacia dentro de su caparazón: “yo nací para esto” y sonríe. Del otro lado de esa frontera, dentro de sus destrozados guardapolvos nuestras docentes se miran unas a otras y se dicen: “yo nací para dar clases, hoy nos toca enseñar a defender tus derechos” y llora de rabia.

 

Los docentes merecen otra consideración en nuestra sociedad. Todos los días algún funcionario o candidato se llena la boca invocando la importancia de la educación para sacar adelante a nuestra ciudad, nuestra provincia o nuestra Nación. ¿O no lo dicen muchos de ustedes en sus reuniones familiares, conferencias o discursos? Lo que sucede en estos días, hace casi un mes, demuestra, una vez más, que a estos políticos la educación no les importa un pito.

 

Ah, ya lo sabía. Y ¿Cómo los elegimos de nuevo?