Entre 1973 y 1993 la socialdemocracia europea y el eurocomunismo aceptaron -con creciente convicción unos y a regañadientes otros- las reformas laborales impuestas por las crisis que se sucedieron a lo largo de esos casi 20 años y por la construcción de la moneda europea común. Los cambios apuntaron a rebajar el costo laboral no salarial, abriendo una suerte de segundo mercado de trabajo destinado a jóvenes, mujeres y desocupados.

Las reformas legislativas contaron, en la generalidad de los casos, con la aquiescencia de los sindicatos mayoritarios que se dieron a la tarea de adecuar sus programas de acción reivindicativa. Tales reformas se insertaron también, sin mayores objeciones, dentro de los sistemas constitucionales de las democracias europeas con economía de mercado.

 

Nada impide respetar los derechos

 

Fue en estas experiencias donde abrevaron las reformas legislativas ensayadas en la Argentina a finales del siglo pasado: me refiero a los proyectos de Alfonsín nacidos en 1985 tras el fracaso del ministro Mucci en su intento por democratizar a los sindicatos con personería gremial. Y a los proyectos del ciclo menemista que siguieron similar trayectoria y tuvieron mayor envergadura y eficacia a raíz del éxito del plan de convertibilidad, del apoyo de la CGT, y a la disciplina de la mayoría que el peronismo tenía en ambas cámaras del Congreso.

 

La enésima crisis económica y política que padece hoy la Argentina da alas a los que promueven -para este turno político o para el siguiente- una nueva reforma laboral. Mientras la inflación galopante se encarga de licuar el poder de compra de los salarios y de poner al borde del colapso al sistema de salud propiedad de los trabajadores, las grandes patronales, sus expertos y sectores de derecha alzan la voz pidiendo reformas que reduzcan el costo laboral.

 

Muchos de estos actores esgrimen los precedentes de los años 90 y piden actuar sobre la indemnización por despido, la estabilidad en el empleo, los convenios colectivos de trabajo, las obras sociales y sobre la Ley de Contrato de Trabajo. Los más audaces presentan al despido libre y sin indemnización como el principal remedio para que la Argentina recupere competitividad y salga de la espiral de estancamiento e inflación.

 

Tras haber vivido intensamente los avatares reformistas en los años de Alfonsín y de Menem, y de haber seguido la evolución más reciente del derecho constitucional del Trabajo, del empleo y de las condiciones de trabajo en la Argentina, soy de los que piensan que regresar a los 90 es inconveniente, regresivo e inviable políticamente. Ninguno de los problemas que soportamos los argentinos del centro desarrollado, de la desigual Patagonia y del norte empobrecido encontrarán solución imponiendo el despido libre, rebajando las condiciones de trabajo, restringiendo la negociación colectiva sindical, desguazando sindicatos u obligando a los trabajadores a regresar al hospital público.

 

Pero aun en el improbable supuesto de que una coalición político-patronal lograra sancionar leyes antiobreras, ellas serían insanablemente nulas por contrarias al bloque constitucional, federal y cosmopolita que enmarca nuestra convivencia desde la reforma constitucional de 1994 y desde el giro impreso a su labor por la OIT en 1998 (Barquin); contrarias también a los fallos que la Corte Suprema de Justicia de la Nación viene dictando desde entonces para situar a la Argentina dentro del nuevo paradigma económico-jurídico y social conformado por el respeto a la libertad sindical y a la dignidad del trabador y al opción por el trabajo decente.

 

El feliz consenso radical-peronista de 1994 dejó definitivamente atrás el modelo de derecho del trabajo autárquico, centrado en las leyes ordinarias, y sostenido por fallos de los sectores tradicionalistas (de gran predicamento en las provincias más rezagadas) de la justicia del trabajo.

 

Nuestra ligazón con el orden internacional de los Derechos Humanos Laborales es -y debe seguir siendo- invulnerable. Por tanto, cualesquiera de las soluciones que puedan imaginarse para resolver los verdaderos problemas que aquejan a nuestra economía, a nuestras relaciones laborales, al empleo y a las remuneraciones, deben ser pensadas y diseñadas dentro del nuevo paradigma que algunos (Ambesi) llaman "Estado de derecho constitucional" presentándolo como el sucesor del anterior "Estado de Derecho Legal". En lo que aquí interesa, el ciclo kirchnerista pivoteó sobre su arma estrella: la indetenible inflación y el creciente nivel del empleo no registrado, a los que confió la tarea de "ajustar" con nocturnidad. Su papel expresamente reformista se redujo a medidas de coyuntura (suspensión de despidos, encarecimiento del costo no salarial) y de corte jurídico (retoques a la Ley de Contrato de Trabajo), que incluyó -pese a su estirpe noventista- la convalidación de la ley de riesgos del trabajo. Las políticas arancelaria y tributaria y el crecimiento del empleo público fueron los encargados de "proteger" el nivel de empleo.

 

Y, finalmente, el entramado de los planes y ayudas a excluidos y desocupados corrió con la difícil responsabilidad de mantener -hasta ahora- la paz social en las calles.

 

Pretender reformar instituciones laborales sin reorganizar profundamente nuestra economía es una propuesta teñida de clasismo, o sea, injusta y anacrónica. Por tanto, si se trata de modernizar la Argentina, insertándola en el mundo desarrollado y suprimiendo exclusiones, una eventual coalición exportadora (Gerchunoff) ha de darse a la tarea de pensar de nuevo el entramado que de alguna de las maneras enunció por primera vez, en 1904, el genio de Joaquín V. González y culminó, en 1973, el “segundo peronismo”. En este sentido el modelo sindical argentino no puede seguir manteniendo espacios antagónicos al modelo construido en base a la Libertad Sindical por la Organización Internacional del Trabajo. La tarea que tenemos por delante es, entonces, llevar hasta sus mejores consecuencias los fallos de nuestra CSJN y del Comité de Libertad Sindical de la OIT.

 

En lo que se refiere al sistema de relaciones individuales de trabajo cualquier cambio que se pretenda ha de guardar relaciones de congruencia con el trabajo decente y respetar y hacer respetar los Derechos Humanos Laborales (Arese). Estamos en un área donde, por imperio de los principios del nuevo Estado de derecho constitucional, no caben reformas regresivas ni discriminatorias.

 

En la intricada área de las relaciones colectivas de trabajo la tarea central pasa por regionalizar y articular la negociación colectiva, abriendo espacios para que los actores sociales puedan modificar de determinadas normas estatales (Goldin).

 

Para cerrar, diré que las reformas de corte competitivo han de centrarse en medidas de apoyo a formación profesional y a la productividad que, entre otras metas, pongan en marcha el compromiso contenido en el artículo 14 bis de la Constitución Nacional: “participación en las ganancias de las empresas con control de la producción y colaboración en la dirección”, como lo han hecho el sector de la banca y una empresa de neumáticos, entre otros. Si no quedara otro camino que sucumbir a nuestra irrefrenable vocación por el pasado, se me ocurre más atinado revisar el Congreso Nacional de Productividad (1955) que reincidir en las reformas de los 90.