Con tinta aún fresca, acaba de salir de imprenta "Historias de Salta. Naturaleza y cultura. Hombre y paisaje. Personas y personalidades. Viajeros y sabios", reciente libro del doctor Ricardo N. Alonso.

El autor me confío la responsabilidad de redactar su prólogo. Este es el texto que hace de puerta de acceso a esta interesante obra de 234 páginas de este autor tan riguroso como prolífico y de tanta profundidad de conocimientos como claridad de redacción. Este es el prólogo:

 

Los primeros renglones de un libro, semejando escoltas o antiguos “alabarderos de los discursos”, suelen ir por delante de los textos. Marchan “con sus lectores al hombro”, abriendo paso a su interior, escribió don Francisco de Quevedo y Villegas en 1631, en el “delantal” o prólogo de una de sus obras festivas.

 

Prologar un libro puede ser ocasión de un previsible y amistoso elogio a su autor, o motivo de jactancia para el “alabardero de los discursos”. Este no es uno de esos casos pues, colocarse en el umbral del libro de autor y contenido como el que está en manos del lector, es un difícil ejercicio de responsabilidad.

 

El afán, interés, trabajo de investigación y obra de Ricardo Alonso incluyen, pero también traspasan su condición doctor en Geología. Clasificaciones de autores y obras suelen incurrir en simplificaciones, cediendo a la costumbre de encasillar a un autor por su lugar de nacimiento, título de grado o ideas.

 

En Salta, hasta los años de 1940, la condición de escritor estaba reservada de modo excluyente a los literatos y, de forma más restrictiva, a los poetas, quienes eran más valorados si sus motivos eran telúricos. Ese criterio de catalogación dejaba afuera del campo cultural a todo escritor que no acreditara obra poética y también pertenencia a la bohemia.

 

Si esa regla se aplicaba al ámbito de la cultura, en la historia escrita regía otro principio también excluyente: era un campo reservado de forma casi exclusiva a guerreros, miembros de la elite social, y gobernantes. En ese espacio no tenían relevancia emprendedores, educadores, trabajadores, médicos, benefactores, investigadores, constructores, comerciantes; tampoco pioneros.

 

Tanto para pautas tradicionales como para un corsé de currículum académico, Ricardo Alonso resulta difícil de clasificar. Su amplio horizonte de interés no autoriza a confundirlo con un diletante. No lo es: no solo por su solvencia académica sino por los frutos de su amplia obra, volcada en más de cincuenta libros editados a su costa y bajo su minucioso cuidado.

 

“Alonso, Ricardo: Salteño. Doctor en Ciencias Geológicas. Docente universitario e investigador. Académico Nacional”, podría escribirse en un diccionario que, de ese modo mutilaría no solo en cantidad su obra, sino también en calidad y en variedad de temas abordados.

 

Algunos miembros de la corporación de historiadores podrían cuestionar que este libro trate temas de la historia de Salta, y que este contenido se haga explícito desde su mismo título.

 

La negación o puesta en duda de la condición de historiador de Ricardo Alonso se refuta con la sola mención de sus investigaciones como las referidas a los dinosaurios, la historia de 500 millones de años del Cerro San Bernardo, sus libros sobre la Puna, la geología del paisaje local y regional, Lola Mora como pionera de la minería y el petróleo, sus trabajos con el licenciado Alfredo Tomasini sobre Nuestra Señora de Talavera (Esteco), sobre viajeros, o el referido al médico y científico Josep Redhead.

 

La labor de Alonso no solo incluye la historia; va mucho más allá de esa historia de “larga duración” que postuló Fernand Braudel -quien la comparó con una “historia casi geológica”- sino que se adentra en las entrañas de formaciones geológicas de miles de millones de años.

 

Encara la historia profunda en un tiempo medio en miles de millones de años, sumergida en estructuras profundas, abarcadora de un espacio extenso, que excede lo universal y se interna en lo cósmico.

 

Alonso va más allá de la historia secular y encara los desafíos que plantea la empresa de desentrañar las múltiples relaciones entre investigación geográfica, geológica e historia, sin desdeñar la historia del tiempo corto, en el que se despliegan los acontecimientos y los sucesos locales aparentemente irrelevantes.

 

Si los 500 años de nuestra historia documentada son una ínfima partícula frente al abrumador peso de 2700 millones de años, los acontecimientos de las últimas décadas y el goteo de sucesos del día a día son apenas destellos. A la luz de esta dimensión temporal, autoriza decir que la nuestra es una historia contemporánea.

 

Alonso no desdeña ni se encierra en su pertenencia al lugar de nacimiento, atalaya desde la que observa el medio circundante, prolongando la mirada a lo universal. “No hay en la tierra una sola página, una sola palabra, que lo sea, ya que todas postulan el universo cuyo más notorio atributo es la complejidad”, escribió Jorge Luis Borges.

 

Esa apertura a lo universal lo distancia de la tentación de localismos que, desdeñando el uso de herramientas comparativas, se encierran en particularismos que no permiten comprender y valorar lo ajeno y tampoco lo propio. Los estudios comparativos, observó Marc Bloch, “son los únicos capaces de disipar el espejismo de las causas locales”. La cerrazón localista fomenta la sustitución del rigor y la razón por creencias, dogmas, ideologías y supersticiones.

 

En 1978 Alonso dio a prensa sus primeros trabajos científicos y técnicos, propios o en colaboración con investigadores internacionales. En los últimos 40 años publicó 375 trabajos, resúmenes en congresos y en reuniones nacionales e internacionales, en revistas argentinas y extranjeras. Su trabajo no transcurrió enclaustrado en su gabinete: conoció los hielos de la Antártida, los fríos y las alturas de la Puna y la dureza de los campamentos mineros.

 

En ese mismo lapso de tiempo, más allá del ámbito académico, la producción se multiplicó en cientos de artículos de divulgación publicados en diarios y en revistas. Para Alonso, la divulgación de conocimientos es inseparable de su acumulación y producción. Es, además, un modo de retribuir el aporte de muchas memorias personales que, dice él, “son una página de la historia de Salta”.

 

Esa tarea va más más allá del papel impreso. Se extiende en un arco que va de la conferencia académica a la charla con niños y jóvenes en bibliotecas populares de barrios periféricos y pobres. Ese aporte a la educación, esa transferencia cultural y la permanente donación sus libros, son algunas de las expresiones de su generosidad, actitud natural que prodiga sin estridencias ni especulaciones.

 

El autor y su obra no están vaciados en un rígido molde. Su vasta producción no está encerrada en esos estereotipos heredados que suelen ser un fuerte rasgo de las sociedades cerradas, que no solo recelan de la innovación sino que la desalientan. La obra de Alonso es proporcional a su erudición, y esta al enorme, valioso y leído patrimonio bibliográfico que atesora en su biblioteca personal, una de las más valiosas del país.

 

El autor es un erudito pero no posee los rasgos con los que se retrata la solemnidad, y hasta la soberbia, de eruditos convencionales. En el caso de Alonso, a quien creo conocer, naufraga lo que dice del erudito el “amargo” Ambrose Bierce en su “Diccionario del diablo”: “La erudición no es más que el polvo que cae desde una biblioteca en un cráneo vacío”.

 

La suya no es una avidez cercana a la bulimia bibliográfica. Se parece más a un insaciable apetito por explorar y excavar el mundo del conocimiento y atesorar tanto libros antiguos y raros, como modestos ejemplares en rústica que busca revolviendo librerías de libros viejos y usados. Tanto puede regodearse y conversar con sus dueños en una librería de anticuario del Barrio Norte porteño, como hacer buenas migas con los vendedores del Parque San Martín en Salta.

 

A diferencia de autores que confunden divulgación con vulgarización y con superficialidad y refritos periodísticos, para Alonso la tarea de difusión masiva es un modo de compartir y hacer accesibles sus conocimientos a una mayor cantidad de personas.

 

Sin sólidos cimientos, sin buena prosa, sin claridad y sin poder de síntesis, no hay divulgación sino un sucedáneo de mala calidad. Un excelente ejemplo de esa capacidad es su reciente artículo “La paradoja natural de Salta”, publicado el 8 de octubre de 2018 en su columna semanal.

 

A esta producción se añaden los 51 libros que lleva editados en la Argentina, en su mayoría en Salta, y otros 50 libros publicados en Europa, Estados Unidos, Japón, Alemania y otros países. Una particularidad es que varias de esas obras fueron reeditadas varias veces. El fetichismo de la cantidad, la glotonería del número, vanidad y egolatría no tienen sitio en el campo de cultivo de Alonso.

 

Su primer libro publicado es el “Diccionario minero. Glosario de voces utilizadas por los mineros de Iberoamérica”. Editado en 1995 por Consejo Superior de Investigaciones Científicas de España. El más reciente es el que está en manos del lector: “Historias de Salta. Naturaleza y cultura. Hombre y paisaje. Personas y personalidades. Viajeros y sabios”. En este libro el autor desarrolla 40 temas.

 

El que ahora vez a luz es continuación de su “Historia de Salta”, ´premiado por la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y editado en 2014. Esta primera parte se abre con una protohistoria de nuestro territorio a partir del hallazgo de “un cristal de zircón”, cuya antigüedad se remonta a 2700 millones de años. Se cierra con una semblanza del padre salesiano Arsenio Seage, educador e historiador.

 

Ninguno de estos libros referidos a fragmentos de la historia de Salta es un cajón de sastre, ni una recopilación de escritos a vuelapluma. Tampoco entretenido anecdotario, una repetición de temas trillados, ni una colección de pintorescos frescos de color local. Estas caudalosas páginas entretejen un resistente hilo que vincula temas, conocimientos, épocas y personajes diversos.

 

Sobre alguno de esos personajes, que se sepa, Ricardo Alonso no escribió. O quizás lo hizo pero no publicó lo escrito. El autor no olvida la deuda con alguno de sus primeros maestros: al de Geografía, Moisés Layún; al profesor Amadeo Rodolfo Sirolli, y al doctor Antonio Igarzábal que le “inculcó la pasión por el estudio de la Geografía Física y la Geomorfología”, y muchos otros.

 

En su memoria y en sus afectos más profundos están sus padres, don Joaquín Alonso y doña Rosa Benavides. Don Joaquín combatió en la Guerra Civil Española (1936–1939). Lo hizo en alguno de los principales frentes, al lado del bando nacional.

 

Una de esas batallas fue la de Belchite (Zaragoza) en el año 1937, donde las fuerzas republicanas y las nacionales combatieron encarnizadamente durante 15 días. En esa batalla, donde don Joaquín Alonso fue herido, murieron entre 5.000 y 7.000 personas.

 

Al año siguiente, don Joaquín combatió y fue herido en la Batalla del Ebro, considerada la más importante y más sangrienta de esa guerra por la cantidad de combatientes participaron y por su larga duración.

 

A comienzos de 1950, diez años después de terminada la guerra, don Joaquín emigró a la Argentina y se radicó en Salta. Tenía 32 años. Aquí se casó con doña Rosa Benavides. En todas las ocasiones que escuché a Ricardo Alonso hablar de sus padres, quebrado por la emoción, no pudo terminar su relato. Sus lágrimas y silencio fueron más elocuentes que sus palabras.

 

El prologuista no debe apartarse de una regla no escrita: no le corresponde tomar la palabra del autor. Tampoco erigirse en crítico o juez de la obra, arrebatando esa tarea o suplantando la opinión al lector. En el caso de Alonso, su retrato sin maquillajes, sin frases laudatorias, sin cumplidos, está en su trayectoria de vida y en su foja de servicios académicos.

 

La tarea de alabardero del prologuista termina donde el libro comienza. Amante de la vida, de la amistad, del buen diálogo y la buena mesa, infatigable rastreador de la verdad, persistente abridor de interrogante, crítico impenitente y trabajador infatigable, a Alonso le corresponde lo que dijo Karl Popper: “lo que hace al hombre de ciencia no es su conocimiento de la verdad irrefutable, sino su indagación de la verdad persistente y temerariamente crítica”.-