Milei y movimiento obrero: disensos para romper el simulacro.

Por Maximiliano Arranz, columnista de Mundo Gremial

Ganó Milei y después de algunos días de un mutismo más semejante a lo perturbador de un abismo que al lógico espacio para la reflexión (recomiendo leer el artículo “El silencio que aturde”, de Juan Manuel Morena), comenzaron a escucharse las primeras voces de extracción gremial.

 

“PACIENCIA”, “GARANTIZAR LA GOBERNABILIDAD”, “SER PRESIDENTE NO SIGNIFICA PODER TOTAL” y “NI UN PASO ATRÁS”, fueron algunas de las expresiones que se conocieron, y que suponen un consenso de la dirigencia sindical.

 

La teoría del disenso

 

La teoría del disenso es una teoría elaborada por el filósofo argentino Alberto Buela, doctorado en filosofía por la Sorbona. En ella plantea el disenso como verdadero punto de partida para alcanzar la concordia y a las mesas que parten del consenso como una simulación.

 

Según él mismo nos cuenta, su idea nace de la lectura de Martín Heidegger.

 

El filósofo alemán, en su obra Ser y tiempo, define lo que para él son los rasgos de la “existencia impropia”. Las “Habladurías”, el hablar por hablar sin decir nada; hablar de las cosas sin entenderlas y asumirlas, repitiendo simplemente lo que se dice y oye. La “Avidez de novedades”, en la que el sujeto salta de una cosa a otra incapaz de detenerse y sin profundizar en nada. Y la “Ambigüedad”, no decir que nada es verdadero y nada es falso; no se sabe qué se comprende y qué no, todo tiene aspecto de genuinamente comprendido, cuando en el fondo no lo está.

 

Me resulta imposible, en función de estas definiciones, no pensar en la mayoría de las reuniones políticas de las que me ha tocado participar (y los consensos allí asumidos), y la vigencia de estos rasgos teniendo en cuenta que fueron descriptos en 1927.

 

Ahora bien, por el contrario, el disenso ejerce el pensamiento crítico porque nos permite argumentar desde otras premisas y desde otro marco teórico.

 

Es relativamente fácil explicar algo complicado a partir de premisas admitidas, de códigos compartidos. Sin embargo, modificar los parámetros fundamentales, los principios que sostienen toda la estructura, es una tarea incómoda. Por eso el cambio en los núcleos paradigmáticos genera profundas resistencias.

 

El disenso como método

 

El disenso es un método. En la primera etapa, para que este se desarrolle, debemos tener una “preferencia de nosotros mismos”; el hombre empieza a disentir en la medida en que comienza a preferirse, a darle prioridad a su propia visión de los temas. Dicha visión debe partir desde el arraigo (pensamos desde un suelo, clima y paisaje determinado), pero sin perder pretensiones de universalidad. Y por último quien piensa debe ubicarse en función de sus tradiciones (vivas) nacionales, de su pueblo (en nuestro caso, desde el Justicialismo, la Doctrina Social de la Iglesia, etc.).

 

En una segunda etapa, el método debe proyectarse hacia el hombre, el mundo y sus problemas; allí aparece la pregunta por los Otros y el Otro. El disenso debe referirse a problemas concretos. Pero al final debemos buscar la superación del disenso, llegando a la concordia o al mismísimo consenso, pero como estación final.

 

Disensos para romper el simulacro

 

Las mesas que parten del consenso son logias, círculos políticos cerrados y por eso la decisión se toma antes que la deliberación. El disenso rompe este simulacro.

 

El consenso no debe ni puede ser nunca el punto de partida. Cuando se arranca desde el consenso, sólo puede existir una simulación de este.

 

Las razones por las cuales los compañeros no se expresan —o fingen estar de acuerdo con determinadas ideas— son múltiples y variadas. No es incorrecto que aquellos que conducen tengan la última palabra, pero es inmensamente negativo que su palabra sea la única.

 

La imposición de posturas de unos sobre otros, consecuencia lógica de las correlaciones de fuerza inherentes a la construcción política, no deben ser disfrazadas de consenso. El peronismo en general, y el movimiento obrero en particular, están pagando un precio carísimo por el vicio de sostener esta insana costumbre.

 

Como siempre, en nuestra historia existen dos posiciones cuasi opuestas. Por un lado, los que adhieren a una postura negociadora, hoy sintetizada en la declaración “HAY QUE GARANTIZAR LA GOBERNABILIDAD”; y por el otro los combativos que buscan declarar una gran guerra santa contra el libertario.

 

Entre unos y otros me permito disentir. Garantizar gobernabilidad a quien busca destruir los derechos del trabajador expresándolo de forma oficial en su plataforma ante la cámara electoral, pareciera autodestructivo. Salir a pelear de forma atolondrada, sin planificación ni medir consecuencias, con poco razonables probabilidades de éxito, tampoco suena demasiado prometedor. En estas situaciones es cuando el disenso se vuelve más necesario.

 

El movimiento obrero, si pretende solucionar los problemas de sus representados, debe tener todos los debates necesarios. Pero repito: no como farsa, sino de forma genuina.

 

Los trabajadores tenemos no solo el derecho, sino hasta la obligación de disentir. Porque el disenso no es la verdad, pero es el comienzo de esta