Llevo casi 60 años fatigando pasillos y oficinas judiciales; en Salta, en España y en Buenos Aires. Pese a lo cual, mantengo - afortunadamente - mi capacidad de analizar críticamente el desempeño de jueces y magistrados y otros actores de la jurisdicción, así como la legislación procesal.

Aquella experiencia y esta vocación por evaluar el funcionamiento del servicio de Justicia y su correspondencia con los principios republicanos, me permiten comprobar -día a día- el enorme y compacto proceso de decadencia científica y profesional que padece la Justicia provincial.

 

Aun cuando hay áreas que muestran niveles de excelencia científica y conservan espacios de independencia en tanto y en cuanto logran resistir las presiones del poder político (sobre todo, las que emanan de la mismísima Corte de Justicia de Salta) y de los poderosos intereses organizados, la Justicia provincial, partiendo de su vértice, cumple su rol de vigilante del orden conservador.

 

Lo hace, unas veces apelando a maniobras desembozadas, otras echando mano a sutilezas de pasillo o de teléfono y, siempre, esgrimiendo el cepo (anacrónico, feroz y eficaz) que consagró el artículo 40 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, dictada -como no- en tiempos de la última dictadura cívico militar.

 

Es así como los tribunales competentes son celosos defensores de la irresponsabilidad de los altos cargos políticos, como lo demuestra el silencio ante casos de corrupción o de mala praxis (por ejemplo, la que usó el anterior gobernador para jugar a la política y los negocios en el área de los juegos de azar). Lo revela también el uso de vericuetos para declarar que todo está bien, o las acusaciones son "abstractas" o han caducado.

 

Es el mismo celo que la Corte de Justicia pone para velar por la incolumidad del Régimen Político (fraudulento en cuanto no respeta el principio de igual valor del voto), sostener sus aristas más aberrantes como es el abuso de la propaganda política financiada con dinero público, o convalidar la exclusión de las minorías de los órganos de control.

 

Es la CJS la que alienta el divorcio entre la actividad jurisdiccional (providencias diarias, resoluciones y sentencias) y la constitucionalización de los derechos y, por supuesto, la que despliega toda su influencia en los tribunales inferiores con el propósito o Misión de "salvar" a Salta de las nuevas reglas y los nuevos principios consagrados por los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos. Para ella, Salta es, y debe seguir siendo, diferente: es decir, premoderna y desigual. Actúa, para y con el beneplácito de las corrientes jurídicas más reaccionarias.

 

Este paraguas contra la ilustración y la modernidad funciona, además, gracias al control que nuestro más alto tribunal provincial ejerce sobre el Consejo de la Magistratura y, sobremanera, sobre la Escuela de la Magistratura encargada del culto al derecho civil de raigambre romana y favorable a las acciones de capacitación en dosis homeopáticas.

En Salta, salvadas las excepciones que son conocidas y minoritarias, no existen los "sujetos de preferente tutela". El principio pro operario es ignorado en favor de una pretendida neutralidad que, en realidad, no es sino una preferencia que beneficia a los empleadores que incumplen las leyes. Quién pretende sentencias dictadas respetando la perspectiva de género, recibe la callada en los papeles y las sonoras condenas que -desde Torquemada- caben a quienes invocan ideas diabólicas.

 

El Derecho Fundamental al Ambiente (que debería, por ejemplo, poner coto a la feroz especulación inmobiliaria que está destruyendo Las Yungas que adornan el departamento capital), es -para la Corte y ciertos jueces- poco menos que una extravagancia que frena el progreso y rechaza el cemento.

 

Sin embargo, la reciente sentencia dictada por la jueza en lo Civil, doctora Fernanda Diez Barrantes, marca un alto en aquella tendencia decadente.

 

Después de un largo tiempo soportando desprecio y vejaciones por parte de un poderoso grupo inmobiliario, la Jueza Diez Barrantes dictó una impecable y valiente sentencia ordenando respetar los derechos fundamentales de un carpintero que padeció las de Caín desde que aquel grupo, amparado por las autoridades municipales de entonces, decidió mostrar todo su poder y escarmentar al desconocido carpintero que se atrevió a reclamar contra la lluvia de daños y cascotes que literalmente cayó sobre su vivienda de calle General Paz.

 

Adviértase, no obstante, que la Justicia y la Administración salteñas toleraron durante 13 años los desaguisados de este y otros grupos inmobiliarios, haciendo la vista gorda a notorias ilegalidades, hasta llegar a aplicar la máxima arma disuasoria con la que cuentan los poderosos: La condena en costas.

 

Quién se anima a demandar derechos y, con razones válidas o sin ellas, pierde el juicio, afronta el riesgo de perder sus bienes y sufrir quebrantos económicos al dictado de una frase ciertamente siniestra y romana: "en virtud del principio objetivo de la derrota".

 

Un "principio" que incluso los jueces del Trabajo de Salta aplican a rajatabla y a sabiendas de que colisiona con el principio constitucional de justicia gratuita.

 

Los cancerberos del Régimen Judicial, nos han hecho creer que la condena en costas -automática e invariable- funciona en todo el mundo, para todo el mundo, y tiene rango casi Bíblico; en cualquier caso, superior a la Constitución.

 

Tenemos aquí, al menos, una vía para tratar de entender el porqué de esta Salta añejamente desigual, tendencialmente atrasada, orgullosamente injusta.