Fueron llegando de a uno. En silencio y pensativos. Nadie los había convocado, pero tenían que estar ahí esa tarde.
Se sentaron en las banquetas de madera dura, recostados contra las paredes y saludaban con un gesto austero. Un movimiento de la cabeza algunos, con la mano otros. Había alegría, pero no ruido. Se hablaban sin voces, miradas, apretones de manos.
Poco a poco el pequeño salón se fue llenando de gente y, paradójicamente, también de armonía.
No había muebles, más que las banquetas mencionadas y una mesa chica con una silla del otro lado, que nadie ocupaba.
Los libros y los cuadernos sobre la mesa indicaban que ese era el lugar de trabajo. El hule gastado en el borde databa de hace años, pero no importaba. La mesa crujía un poco, pero aun serviría unos años más. Unos cuantos.
El interior olía a fresco, a limpio, como la gente que se acomodaba, ahora más apretada.
De repente se movió el picaporte de la puerta tras la mesa y apareció Rita.
Tenía más de 60 años duros. Una sonrisa en los labios finos sin pintar y una mirada brillosa que iluminaba la estancia sin más ayuda.
Se quedó quieta en el vano de la puerta, recorriendo de un extremo al otro el espacio de la habitación con su mirada. Allí estaban ello, sus chicos y sus chicas, como acostumbraba llamarlos con cariño, empilchados todos como mejor los había visto en los años que venía colaborando en el barrio. Reconocía su consejo en muchos de ellos.
Un nudo de corbata por allá, el pelo recogido en aquella otra. Existía como una pincelada de opinión en el prolijo conjunto de gente buena que se habían reunido allí hoy, en un silencio murmurado y cómplice ahora.
La señora abrió la boca y atinó a decir, “¿qué hacen ustedes acá?, hoy es Nochebuena tienen que prepararse para estar con sus familias, ¡se les va a hacer tarde!”
Nadie dijo nada. De aquel lado una señora muy mayor se levantó de la primera fila y se acercó a la recién ingresada. Caminó unos pasos con dificultad y le dio un abrazo “Gracias por todo m’hija” le dijo y se alejó hacia la mesa donde depositó un pequeño regalo.
Luego vinieron los chiquilines, divertidos, movedizos y repitieron la liturgia. Un beso, un agradecimiento y un regalito sobre la mesa. Siguieron los mayores y al rato la mesa no dio abasto. Siguieron dejando sus obsequios sobre el piso bajo la atenta mirada de la señora mayor que se quedó sentada en la primera fila. Observando. Divertida.
Rita, emocionada, lloraba en silencio. De a poco, con alegría, lágrima a lágrima sin quererlo iba mojando las mejillas cariñosas de “sus chicos”. Cuando hubieron pasado todos Rita miró a la señora mayor que con alegría indisimulada le devolvía la mirada, brillo contra brillo. Suavemente le preguntó, “Pero todo esto ¿Por qué?, fíjense todo lo que me trajeron, yo no lo necesito, son ustedes los que lo necesitan”.
La señora levantó la mano y le pidió que la dejara hablar y el silencio se hizo más impactante.
“Rita, durante todos estos años vos has venido aquí cada día a ayudarnos y nunca nos pediste nada”, Rita quiso intervenir, pero la abuela le pidió un minuto con un gesto de la mano que también reconoció suyo, “Nosotros con nuestra pobreza recibimos tu ayuda, tu trabajo y tu cariño y a cambio no te dábamos nada, a veces unas gracias amarrete y, sin embargo, vos volvías cada día y tu alegría, tu energía y tu amor era cada vez más fuerte. Lo sentíamos así” la abuela se tomó un instante para respirar y continuó; “Durante todos estos años tratamos de entender qué era lo que te ponía tan contenta y no lo encontrábamos, ¿cómo era posible que vos fueras cada vez más feliz y nosotros siguiéramos igual? Y entonces inventamos todo tipo de cuentos. Cuentos buenos y cuentos malísimos. Y sin embargo vos siempre volvías a ayudarnos, siempre igual, con ese brillo en la mirada que nos atrapa. Y es que no aprendíamos lo más importante de tu enseñanza, que no era con palabras sino con hechos. La alegría no está en recibir, tanto como en dar.
Hoy nos toca a nosotros Rita, hoy nos toca sentir a nosotros, los que no tenemos, lo bueno que es dar sin esperar recompensa alguna. Sabemos que esto que te damos va a ir a parar a otro que lo necesita tanto como nosotros. Gracias Rita por enseñarnos la felicidad de dar.
Rita se acercó a la abuela y se estrecharon en un abrazo interminable y cuando se desanudó el abrazo las dos lloraban y cuando miraron a la habitación una luz intensa las iluminó. Una luz brillante que salía de los ojos de los que allí, sin tener nada, habían dado.
¡FELIZ NAVIDAD!!!