Hace más de 30 años (1991) se sancionaba la Ley Nacional de Empleo, con el loable propósito de combatir el trabajo no registrado, propósito que -sin duda- ha derivado en un rotundo fracaso dado que los guarismos del trabajo clandestino son iguales o superiores a los de aquellas épocas y rondan la inaudita cifra de 50% de trabajadores "en negro".

Este hecho ha sido destacado en un fallo reciente (agosto de 2022) de la Cámara Nacional de Trabajo donde el Dr. Carlos Pose señaló: "La sanción de la ley de empleo no contribuyó al blanqueo de las relaciones clandestinas ya que, en la mayoría de las situaciones, los trabajadores perjudicados por el accionar empresario solo pretenden la regularización cuando el despido es previsible o inminente. Ello así, en lugar de contribuir a la regularización de las relaciones clandestinas, lograr cierta paz social y la seguridad jurídica, la legislación bajo análisis solo ha servido para potenciar el valor económico de los reclamos laborales por montos que, en muchas ocasiones, son exorbitantes de tal forma que son numerosas las empresas que, al sufrir una condena en la materia, no encuentran mejor recurso que presentarse en concurso preventivo, pedir su propia quiebra o entrar en situaciones de insolvencia fraudulenta, factores todos que contribuyen a la destrucción de las pequeñas y medianas empresa nacionales con las consecuencia que son de público y notorio conocimiento (desindustrialización del país, inversión especulativa en desmedro de la productiva, salarios paupérrimos, tercerización de servicios en beneficio de empresas insolventes o fantasmas, etc.)."

 

Una consecuencia visible de esta legislación es la destrucción de las micro y pequeñas empresas, cuando le caen descomunales demandas laborales. La gran empresa, merced a su economía de escala, puede enfrentar tranquilamente los costos laborales, pero –además- con frecuencia recurre al fraude "legal" (algunas veces, decididamente ilegal) a través de contrataciones mediante pasantías, aprendizajes, cooperativas, empresas de servicios eventuales, etc.; todas modalidades lejos del alcance de las pymes.

 

Lo cierto es que esas pequeñas empresas tienen la única opción de regularizar a sus trabajadores. Si nó, solo enfrentarán la alternativa de vivir aterradas por el riesgo de ese reclamo laboral y previsional, que les lleve a perder todo lo laboriosamente ganado. Por esa razón damos dos ejemplos hipótesis de trabajadores con tres meses o cuatro años de antigüedad. Un trabajador en blanco con tres meses de antigüedad puede ser despedido sin costo alguno; el mismo trabajador, pero no registrado, puede acumular indemnizaciones equivalentes a doce meses de sueldo: ¡la friolera de casi dos millones y medio de pesos por alguien que trabajó tres meses! (tomamos el valor redondeado de un salario inicial en la categoría de Vendedor B del gremio de comercio). Otro ejemplo: el costo del despido de un trabajador con cuatro años de antigüedad es de cinco meses de sueldo. Si no se encuentra registrado pueden llegar a abonarse 30 meses de sueldo: ¡6 millones de pesos!

 

Recordemos que las cifras que estimamos, si bien son pavorosas, son solo la punta del iceberg. Estos juicios no vienen solos. Además de las indemnizaciones por despido y sus agravaciones, normalmente el reclamo se amplía con diferencias salariales, horas extras, descansos, diferencias de categoría, adicionales, etc. por los últimos dos años de trabajo. A ello se suman las costas del juicio que serán de aproximadamente un 45% del monto de la sentencia. Pero no termina ahí: el juez puede declarar temeraria y maliciosa la conducta del empleador y ser condenado a pagar dos veces la tasa de interés por operaciones de descuento (la negativa injustificada de la relación laboral es un típico caso de temeridad). A su vez, el expediente se remitirá a la AFIP que reclamará capital, intereses, multas y recargos. También la autoridad laboral podría aplicar una multa por esta infracción. Es cierto que las sanciones son evidentemente excesivas y que desnaturalizan la legislación laboral al privilegiar la extinción del contrato de trabajo. Pero lo cierto es que, ante esta realidad, el empleador debería ser prudente y ahorrarse semejante desembolso, simplemente regularizando al empleado.

 

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